Abiertos los labios, cerrados los ojos, los miembros colgando como sacos, la sangre derramada en un charco, y mis ojos llorando... De pronto desperté. Qué sensación tan abrumadora al despertar y ver aún mi cuerpo inerte ante mis ojos. Lloré. Lloré y pensé si sería un augurio o sólo un motivo más para querer despertar del sueño de la vida.
Salí al parque para respirar lo que quedaba de aire en una ciudad como Madrid y aproveché para joderme aún más los pulmones con un cigarillo.
Aquel era un día festivo, los niños jugaban en los parques, los enamorados retozaban sobre el césped, los ancianos tomaban el sol sentados en los bancos... todos descansando o divirtiéndose, yo cada vez mas cansada y triste. Vida triste la mía que ni yo me quería...
Viví en el seno de una familia desgarrada. Fui arrancada de los brazos de mi madre por las manazas de mi enajenado progenitor, borracho y estúpido. Recuerdo ver a las familias felices de las series de televisión como otros veían una película de ciencia ficción. Por eso decidí irme en cuanto pude, lejos de todo, incluso de los pocos amigos que allí tenía.
Llegué a la capital esperanzada y todo fue bien al principio. Hice amistad con una compañera de trabajo, comencé a salir con su grupo de amigos, e incluso establecí una relación estable con uno de ellos. Álvaro y yo salimos durante algo más de un año, hasta que lo encontré con Natalia en los baños de un bar. Me habían ocultado sus aventuras durante dos meses, todos lo sabían. De nuevo estaba sola.
Salí del bar y cogí el coche conduciendo medio borracha y con la vista nublada. Llegué a casa en la mitad del tiempo normal, estuve a punto de perder el control del volante varias veces, no hubo suerte. No esperé al ascensor, subí las escaleras hasta el séptimo piso corriendo y con las lágrimas ahogándome, estuve a punto de quedarme sin respiración, no hubo suerte. Me dejé caer sobre el colchón y lloré y lloré. Las lágrimas resbalaban empapando mis mejillas, caían en mis labios. Ojalá fuesen las lágrimas veneno, no hubo suerte.
Cerré los ojos y me ví en mi ataúd, "ya no hay por qué" pensé. Levanté la vista secando mis lágrimas, miré a mi alrededor decidida, sin miedo ni más tristeza. Lo ví, tomé el cutter y abrí la cuchilla, la coloqué suavemente en mi muñeca, cerré los ojos. "¿Sí o no? ¡Sí!" y apreté con fuerza la cuchilla sobre mi muñeca deslizándola rápidamente. No me dolió. Miré el resultado, la piel se había abierto dejando ver músculos y tejidos, brotó la sangre y rápidamente me llevé la muñeca a la boca. Bebí de mí en un ciclo tan inútil como el de la propia vida. Mientras veía la sangre derramarse comencé a perder fuerzas. Fui una estúpida, había dejado la puerta abierta distraída en mi dolor y un vecino curioso me descubrió casi inconsciente y bañada en sangre, no hubo suerte.
Hoy decidí que cambiaría mi suerte, hoy volaré por unos instantes, libre y feliz, en calma. Salté y, al volar sin alas, caí. Hoy fue mi día de suerte.