hace mucho tiempo, en un lugar donde aún existía la magia, en un tiempo en que el mundo aún estaba poblado por seres fantásticos, una pequeña duende y un aprendiz de mago cruzaron sus caminos de forma inesperada.
La pequeña duende, siempre perdida entre sueños, caminaba mirando al cielo, elucubrando travesuras y juegos. El aprendiz de mago, que pocas veces sonreía, miraba al suelo, esperando, quizás, encontrar algo. Pero el choque obligó a ambos a regresar su mirada al mundo, a mirarse a los ojos un segundo. La duende, avergonzada, miró al suelo. El aprendiz de mago, escapando de su mirada, miró al cielo.
- Lo siento- murmuraron ambos como hablando al viento.
- No, es mi culpa, estaba despistada.
- No te preocupes, yo ni miraba...
- Oye y... ¿Cómo te llamas?
- Infinito, ¿y tú?
- Yo soy Azdumat, encantada.
La duende sonrió sonrojada y el aprendiz de mago sonrió con la mirada.
Desde aquel día, aprendieron a sostenerse la mirada, y a ver en los ojos del otro el reflejo de su alma, a mirar siempre al frente y no temer nunca a nada, porque un mago y una duende andan sobrados de magia.
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